La astronomía en el Antiguo Egipto

La astronomía, o la observación del cielo en un sentido más amplio, fue una disciplina que en Egipto nunca estuvo muy separada de la religión. De hecho, los mejores «textos» astronómicos –representaciones del cielo nocturno– se han hallado en templos o tumbas. Asimismo, los astrónomos egipcios, los imy unut u «observadores de las horas», eran en su mayoría sacerdotes, algunos de alto rango, que también ejercían alguna otra profesión.

El calendario egipcio

Los egipcios estudiaron el movimiento de las estrellas y sus constelaciones y se dieron cuenta de que se repetían periódicamente y, gracias a ello, podían predecir el momento en el que acontecería un suceso clave desde el punto de vista económico y cultural: la crecida del Nilo que inundaba y fertilizaba sus tierras. Es por ello que dejaron de utilizar los ciclos lunares como referencia y adoptaron un calendario solar, el primero del que tenemos constancia en la historia, el cual se cree que ya era usado en torno al 2800 a. C. En este calendario el año duraba 365 días que se distribuían en doce meses de treinta días cada uno y cinco días adicionales al final del año, llamados epagómenos, dedicados a festejar el nacimiento de cinco de sus deidades (Osiris, Horus, Seth, Isis y Neftis).

El año egipcio comenzaba con el orto helíaco (reaparición en el horizonte este de una estrella tras su periodo de invisibilidad) de la estrella Sothis (es la estrella que hoy denominamos Sirio), visto desde Menfis (primera capital de Egipto), ya que este anunciaba el desbordamiento del Nilo, y daba paso a tres estaciones: la primera, la inundación, que comenzaba a finales del verano y abarcaba todo el otoño; la segunda, la siembra, que incluía el invierno y el comienzo de la primavera; y la tercera, la recolección, la cual sucedía durante la primavera y se prolongaba durante el verano.

Con el tiempo se dieron cuenta de que el comienzo oficial del año se iba atrasando respecto al año solar: 100 días cada 400 años solares, volviendo a coincidir tras 1460 años solares (o sea, 1461 años civiles). En consecuencia, cada año solar duraba un cuarto de día más que el año civil (así que este debería tener 365,25 días). Este desfase suponía un grave problema a la hora de establecer de manera óptima el calendario agrícola de siembras y recolecciones. Los sacerdotes, conocedores del problema, recurrían a las observaciones astronómicas para fijar oportunamente las fechas de las festividades religiosas y, con ellas, anticipar las inundaciones del Nilo; pero, celosos de su poder, mantuvieron el calendario sin modificaciones durante siglos, acumulándose el error.

No fue hasta el año 237 a. C. cuando, en el Decreto de Canopo, se propone una modificación del calendario, añadiendo un día, tras los cinco epagómenos, cada cuatro años. Se desconoce el motivo por el cual esta reforma no se llevó a la práctica en ese momento. Sin embargo, en el año 46 a. C., Sosígenes de Alejandría sí la tuvo en cuenta en la reforma del calendario romano que, a instancias de Julio César, dio origen al calendario juliano que se impuso en todo el Imperio Romano, también en Egipto (se convirtió en provincia romana tras la muerte de Cleopatra, en el año 30 a. C). El calendario juliano se mantuvo vigente en casi toda Europa, en los asentamientos europeos de América y otros lugares del mundo, hasta que fue sustituido progresivamente por el calendario gregoriano, promulgado por el papa Gregorio XIII en 1582 (año en que entró en vigor en España).

La medida del tiempo

Los egipcios también fueron los primeros en dividir los días en horas, empleando para la medida del tiempo los relojes de sol (los más antiguos conocidos),  relojes de agua (o clepsidras), así como relojes estelares para medir las horas nocturnas (o merjets). El día, entendido como el intervalo de tiempo entre el orto (salida) y el ocaso (puesta) del Sol, se dividía en doce partes iguales y la noche, en otras doce. Lógicamente las horas diurnas eran de duración diferente a las nocturnas y también variaban según la época del año: en invierno los días son más cortos y las noches, más largas que en verano, y viceversa (de ahí que se suela usar el término horas estacionales para referirnos a estas divisiones del día).

En origen, solo la noche se dividía en doce partes iguales, según la posición de doce estrellas, que no eran siempre las mismas. Cambiaban el sistema de estrellas de referencia cada diez días, por lo que a cada uno de ellos se le conoce como decano. Utilizaban un total de 36 decanos, que al ir apareciendo en el cielo cada diez días, abarcaban los 360 días que, además de los epagómenos, constituían el año egipcio. Parece que hacia el año 2100 a. C. la división en doce horas también era usada durante el día (contando diez horas de luz, una durante el amanecer y otra en el atardecer).

Cosmovisión egipcia

Una cosmovisión es el conjunto de opiniones y creencias que conforma la imagen o concepto del mundo que tiene una persona, época o cultura, a partir del cual interpreta su propia naturaleza y la de todo lo existente

Los egipcios interpretaban el amanecer, el atardecer y el anochecer como un viaje de Ra, dios del Sol, a través de Nut, diosa de los cielos. En su ciclo, emerge de las tinieblas cada vez que el Sol sale por el horizonte (como Jeper–Ra), cada mañana se eleva con su barca hasta lo más alto del cielo (como Ra–Horajty) y cuando cae la tarde emerge por las montañas, ya anciano, al inframundo (como Atum–Ra). Durante la noche, Nut nos muestra su vientre estrellado mientras Ra (como Auf–Ra) transita por la duat, luchando contra el caos y los enemigos del Antiguo Egipto, para resucitar a la mañana siguiente.

El viaje de Ra durante el día y la noche

Resulta romántica esta interpretación de la sucesión del día y la noche, al tiempo que está cargada de un evidente simbolismo: la salida y la puesta del Sol representan la vida y la muerte, y el resurgir cíclico del astro se alza como alegoría de la regeneración, la misma que cada año, también de manera cíclica, trae consigo la crecida del río Nilo a las tierras de Egipto. No es de extrañar, por tanto, que el Sol (Ra) y el Nilo (Hapi) fueran tan venerados, pues eran fuente de vida y prosperidad, y su ausencia provoca muerte y escasez. Por eso, la orilla oriental del Nilo (la salida del Sol) es la tierra de los vivos (en ella edificaron casi todas sus ciudades, palacios y templos) y la orilla occidental (el ocaso del Sol), la tierra de los muertos (donde ubicaron necrópolis, tumbas, pirámides y templos funerarios).

El mundo de los vivos y de los muertos en Egipto

La influencia que el Sol ejercía en el antiguo Egipto estaba personificada en la poderosa figura del faraón, quien era considerado la reencarnación del dios Ra en la Tierra. Pero no solo se hacía esta atribución divina al faraón, sino que se creía que el propio Egipto era el reflejo terrenal del mundo celestial, y todo aquello que sucedía en el cielo tenía una correspondencia con los acontecimientos en la Tierra. Egipto era tierra sagrada y, por eso, en su cosmovisión, se situaba en el centro del mundo; estando los demás pueblos y civilizaciones a su alrededor, hasta el límite de los puntos cardinales. Envolviéndolos a todos se encontraba Nut, tanto en su aspecto diurno como en su aspecto nocturno en el que la duat (espacio por el cual peregrina el Sol durante la noche) queda vinculada. Más allá no hay nada más que Nun, el océano primordial, infinito, inerte, silencioso e inimaginablemente oscuro.

Cosmovision egipcia

Historia de la tabla periódica (II)

Continuación de Historia de la tabla periódica (I).

La tabla periódica de Mendeléyev y Meyer

Con la idea de organizar los elementos de cara a sus clases, Meyer publicó en 1864 Las modernas teorías de química, un libro que contenía una primera versión de su tabla periódica en la que clasificaba, de acuerdo a su valencia, 28 elementos en 6 familias, dejando ya un hueco entre el silicio y el estaño, correspondiente al germanio, por entonces desconocido. En 1868 preparó una segunda edición con una nueva tabla periódica, ya con 55 elementos, y que incluía un estudio comparativo de los volúmenes de los átomos frente a sus pesos atómicos, un primer esbozo de la periodicidad de las propiedades de los elementos químicos, aunque este libro no fue publicado hasta 1872.

Sin embargo, el mérito de la tabla periódica se le concedió principalmente al ruso Mendeléyev quien se adelantó a Meyer al presentar en 1869 en la Sociedad Química Rusa de San Petersburgo la comunicación La relación de las propiedades de los elementos químicos con su peso atómico, que contenía su primera tabla y su ley periódica expresada en ocho puntos que se pueden resumir en:

Cuando los elementos se estudian en orden creciente de sus pesos atómicos, la similitud de las propiedades ocurre periódicamente, es decir, las propiedades de los elementos son función periódica de sus pesos atómicos.

A diferencia de sus antecedentes, la de Mendeléyev es la primera tabla basada, de forma conjunta, en los pesos atómicos de Cannizzaro y en las propiedades químicas de los elementos. La primera tabla de Mendeléyev contenía los 63 elementos conocidos e incluía cuatro más, a los que asignó los pesos atómicos 45, 68, 70 y 180, pronosticando el descubrimiento de escandio, el galio, el germanio y el tecnecio, respectivamente:

Primera tabla periódica Mendeléyev

Aunque la idea de dejar huecos donde se preveía la existencia de un elemento aun sin descubrir no fue única de Mendeléyev, pues otros científicos antes ya lo habían hecho, el logro de este fue que, además, había predicho con acierto algunas de las propiedades que el hipotético elemento tenía que mostrar.

Mendeléyev también corrigió algunos pesos atómicos y tuvo el arrojo de alterar el orden de tres parejas de elementos: el teluro (128) con el yodo (127), el mercurio (200) con el oro (197) y el bismuto (210) con el talio (204), porque el orden creciente de pesos atómicos no encajaba con la semejanza de propiedades químicas, priorizando el dictado de la ley periódica.

En 1871, Mendeléyev propuso una tabla con ocho columnas en la que los elementos se reagrupaban en base a su capacidad para formar óxidos o hidruros diferentes. Los periodos quedaron dispuestos en filas horizontales y los grupos distribuidos en columnas:

tabla ocho columnas Mendeléyev

El descubrimiento del helio causó a Mendeléyev una gran contrariedad pues el nuevo elemento no encajaba en ningún lugar de la tabla, pero más tarde resultó ser una valiosa y definitiva confirmación de la ley periódica, ya que el helio, y los demás gases inertes, que se descubrieron seguidamente, constituyeron el grupo 0 de la tabla ubicado en el extremo derecho de ella.

En 1882, la Royal Society of Chemistry reconoció tanto a Mendeléyev como a Meyer con la medalla Davy por su trabajo en la tabla periódica. Cinco años después, y tras cierta insistencia por su parte, Newlands también fue reconocido por el descubrimiento de la ley periódica.

A pesar de todo, la clasificación periódica de Mendeléyev también presenta defectos, algunos de los cuales persisten en las versiones actualizadas de la misma como tendremos ocasión de apreciar:

  • El hidrógeno no tiene un lugar adecuado en la tabla.
  • En ocasiones, las propiedades químicas de algunos elementos requieren una inversión en el orden establecido de acuerdo con sus pesos atómicos. En la época de confección de la tabla ocurrió con los pares yodo–teluro y oro–platino, más adelante volvió a plantearse la cuestión con los pares argón–potasio, cobalto–níquel y torio–protactinio.
  • Conforme fueron conociéndose elementos de las series que hoy conocemos como lantánidos y actínidos se constató que no tenían un lugar adecuado en la tabla. Para sortear este inconveniente, el químico checo Bohuslav Brauner sugirió que podían constituir una serie de transición interna
  • Da demasiada importancia a la valencia como elemento de juicio para determinar la adscripción de un elemento a un grupo de la tabla, lo que determina que elementos de comportamiento poco afín puedan encontrarse juntos como ocurre con los metales alcalinos Li, Na, K…, que se encuentran en un mismo grupo junto con Cu, Ag y Au.
  • El peso atómico, según el cual se ordenan los elementos, no varía periódicamente.

La tabla larga de Werner y Paneth

La tabla periódica fue aproximándose poco a poco a la que conocemos en la actualidad,  aunque su forma de presentación se debe a Alfred Werner y Friedrich Adolf Paneth.

En 1905 Werner propuso una forma larga de la tabla periódica, que separaba los grupos de la tabla corta (excepto gases nobles y grupo VIII) en dos subgrupos, A y B. En ella los elementos de tierras raras estaban colocados a continuación del lantano, por lo que la tabla resultaba demasiado engorrosa. Fue Paneth quien lo solucionó, simplemente, sacándolos de la tabla y colocándolos debajo, tal y como figuran en la gran mayoría de las tablas y que tan familiar nos resulta actualmente. Es decir, hizo lo mismo que Brauner solo que no por motivos conceptuales, como aquel, sino solo por motivos gráficos.

La ordenación por número atómico de Moseley

De la misma manera que está plenamente establecida la contribución de Mendeléyev a la creación de la tabla periódica, no hay duda que el autor intelectual del concepto de tabla periódica tal y como lo entendemos actualmente, cuyo ordenamiento sigue los números atómicos de los elementos, es Henry G. J. Moseley. Este físico inglés comenzó estudiando, supervisado por Rutherford, los rayos X emitidos por los metales cuando se bombardean con electrones. Moseley encontró, en 1913, que cada metal presentaba una frecuencia de emisión característica que era proporcional al cuadrado de un número entero que indicaba la posición de cada elemento en la tabla. Esta es, en esencia, la ley de Moseley:

Ley-Moseley

Donde f es la frecuencia de los rayos X, k1 y k2 son constantes y Z es el número atómico, el cual ya había sido relacionado con la carga del núcleo atómico del elemento por el físico holandés Antonius J. van den Broek, en 1911. Así lo contaba Moseley en su artículo, publicado en la revista Nature:

Tenemos aquí una prueba de que en el átomo hay una cantidad que se incrementa regularmente al pasar de un elemento al siguiente. Esta cantidad sólo puede ser la carga positiva del núcleo central, de cuya existencia tenemos ya una prueba definitiva.

A partir de la contribución de Moseley, se asignó un ordinal a cada elemento y se pudo saber, de forma inequívoca, qué huecos faltaban por rellenar (en esos momentos eran: 43, 61, 72, 75, 85, 87 y 91) estableciendo además, de forma inequívoca, el número exacto de lantánidos. El descubrimiento de los elementos que corresponden a esos huecos se llevó a cabo en los años siguientes.

No obstante, la tabla sufrió un cambio de aspecto en 1940, cuando Glenn T. Seaborg incluyó la serie de los actínidos para situar los elementos transuránidos descubiertos por él. Posteriormente se descubrirían los transactínidos del séptimo periodo. Recientemente se ha publicado el descubrimiento del elemento 118 (bautizado oficialmente como oganesón), que completa el séptimo periodo.

Historia de la tabla periódica (I)

El descubrimiento de los primeros elementos químicos

La idea moderna de elemento químico surgió en el siglo XVII, y podemos encontrar un precedente en la obra El químico escéptico (1661), de Robert Boyle, donde se menciona que «ciertos cuerpos primitivos y simples», que no están formados por otros cuerpos, son los que se combinan y componen los «cuerpos mixtos».

Las civilizaciones antiguas ya conocían y empleaban metales como el cobre, el plomo, el oro, la plata, el hierro, el estaño, el mercurio o el zinc, y también algunos no metales como el carbono, el azufre, el arsénico o el antimonio (antiguamente llamados metaloides). Sin embargo, el primer descubrimiento científico de un elemento químico no se produjo hasta 1670, cuando el alquimista Henning Brandt consiguió aislar el fósforo a partir de residuos de orina destilada.

El establecimiento de la química como disciplina científica permitió que durante el siglo XVIII se conocieran el cobalto (G. Brandt; 1730), el platino (A. de Ulloa; 1735), el níquel (A. F. Cronstedt; 1751), el bismuto (C. Geoffroy, 1753), el manganeso (T. Bergman; 1774), el molibdeno (C. W. Scheele; 1781) y el wolframio (T. Bergman; 1783). El desarrollo de la química neumática extendió el campo de estudio también a los gases, lo que condujo al descubrimiento del hidrógeno (H. Cavendish; 1766), el oxígeno (C. W. Scheele (1771) y el nitrógeno (D. Rutherford; 1772).

La clasificación de los elementos de Lavoisier

La culminación de estos estudios llegó de la mano del francés Antoine Lavoisier, considerado el padre de la química moderna, y la publicación de su Tratado elemental de química (1789). Lavoisier afianzó el concepto de elemento químico y elaboró una lista de 33 sustancias simples, que incluía los 23 elementos metálicos y no metálicos ya mencionados (en la imagen). Sin embargo, en ella también incorporaba la luz o el calórico, como entidades consustanciales a todo tipo de materia, y algunas sustancias que hoy sabemos que son compuestos.

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Lista de elementos elaborada por Lavoisier

Durante los siguientes años se descubrieron nuevos elementos y, en 1828, ya eran 54 los conocidos con seguridad y se preveía que la lista se iría incrementando con el tiempo. Es por ello que los químicos buscaban la manera de organizar los elementos y  los conocimientos acumulados.

Las tríadas de Döbereiner

En 1829, el alemán J. W. Döbereiner observó que el bromo, descubierto tres años antes, tenía propiedades afines, pero intermedias, a las del cloro y el yodo. Análoga observación había llevado a cabo con otros grupos de tres elementos, como el que forman el calcio, el estroncio y el bario, o el del azufre, el selenio y el teluro. En estas tríadas, hizo notar que el elemento central tenía un peso atómico era, aproximadamente, el promedio de los pesos atómicos de los otros dos elementos (ley de las tríadas). Sin embargo, como los elementos que se podían agrupar en tríadas eran poco numerosos dentro del conjunto de todos los conocidos, las tríadas de Döbereiner no pasaron de ser una curiosidad que se consideró sin interés real.

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Tríadas de Döbereiner

El alemán Leopold Gmelin trabajó con el sistema de clasificación de Döbereiner y para 1843 había identificado diez tríadas, además de un grupo con cuatro y otro con cinco elementos relacionados. Posteriormente, en 1857, Jean Baptiste Dumas publicaría una descripción de las relaciones que mantienen varios grupos de metales. Sin embargo, aún no se había vislumbrado el esquema con el que organizar estos grupos de elementos.

El caracol telúrico de Chancourtois

En 1862, el geólogo francés A. Beguyer de Chancourtois identificó la periodicidad de los elementos químicos, e ideó una ingeniosa manera de representarlos. Al disponerlos en espiral sobre un cilindro en orden creciente de sus masas atómicas, encontró que aquellos elementos de propiedades semejantes se alineaban en la misma generatriz. Este diseño se conoce como hélice telúrica, espiral telúrica o caracol telúrico:

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Las octavas de Newlands

En 1864, el químico inglés John Newlands comprobó que al ordenar los elementos por su masa atómica, las propiedades análogas aparecían recurrentemente en intervalos de ocho, de manera similar a las octavas musicales (por lo que se la conoce como ley de las octavas).

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Un año después, Newlands presentaría su artículo La ley de las octavas y las causas de las relaciones numéricas de los pesos atómicos ante la Royal Society of Chemistry, pero no encontró sino incomprensión, hasta el punto de que, en broma, se le sugería que buscase mejores resultados disponiendo los elementos en orden alfabético. Conviene recordar que por entonces eran muchos los elementos desconocidos, por lo que la ordenación de los elementos mostraba ciertas irregularidades y dejaba de cumplirse a partir del calcio. Además, se le reprochaba que el descubrimiento de nuevos elementos desbarataría por completo la armonía de su propuesta.

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Octavas de Newlands. En ella, el berilio aparece con el símbolo G, pues antiguamente era conocido como glicinium, e incluye el elemento Di, de nombre didinium, que posteriormente se demostró estar formado por una mezcla de praseodimio y neodimio.

Hacia la tabla periódica actual

Uno de los problemas al que se enfrentaban los químicos de la época era la confusión entre los conceptos de peso atómico, peso molecular y peso equivalente, lo que provocaba agrias polémicas entre atomistas y equivalentistas. Este motivo impulsó al químico August Kekulé a celebrar un congreso que pusiera orden sobre la nomenclatura, la formulación y los pesos atómicos y que tuvo lugar en Karlshure en septiembre de 1860. En el congreso, Stanislao Cannizzaro hizo, basándose en la hipótesis de Avogadro, una apasionada defensa del concepto de peso atómico frente al de equivalente y estableció la importancia de distinguir entre átomos y moléculas. Estas ideas calaron en dos jóvenes asistentes, Julius L. Meyer y Dmitri I. Mendeléyev quienes empezaron a imaginar un orden dentro de los elementos, lo que daría como resultado la primera tabla periódica.

Continuará…

La evolución del clima en la Tierra

Desde su formación, hace unos 4500 millones de años, la Tierra ha sufrido todo tipo de avatares climáticos que, en esencia, se pueden sintetizar en una alternancia irregular de épocas de frío y de calor. De su estudio se encarga la paleoclimatología y, como resulta imposible retroceder en el tiempo, estamos limitados a inferir las condiciones climáticas de cada periodo a partir de los rastros dejados en rocas primitivas, vetustos bloques de hielo, fósiles arcaicos o árboles ancestrales.

Podemos considerar que el clima es una consecuencia de la aparición de la atmósfera en nuestro planeta. En su origen, la Tierra estaba formada por un núcleo incandescente rodeado de una espesa nube de gases y polvo. Los primeros 500 millones de años estuvieron marcados por un incesante vulcanismo y un continuo bombardeo de meteoritos. Un progresivo enfriamiento permitió que se produjese un proceso de diferenciación, en el que los materiales más densos se aglutinaron en el centro y los más ligeros ascendieron. Con el tiempo, la superficie terrestre comenzó a solidificarse y los gases y vapores desprendidos fueron conformando una primitiva atmósfera.

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El clima de la Tierra primigenia

La atmósfera primigenia estaba formada por los gases procedentes de las emanaciones volcánicas, como el hidrógeno, el sulfuro de hidrógeno, el amoniaco y el metano, con muy poco nitrógeno y absolutamente nada de oxígeno. Con el paso del tiempo, fue aumentando la proporción de nitrógeno y, sobre todo, de dióxido de carbono. La composición de aquella atmósfera era similar a la que poseen Venus o Marte. Aunque se carecen de rocas sedimentarias inalteradas de aquella época, parece que hay consenso en asumir que el efecto invernadero creó un clima más cálido del que disponemos en la actualidad.

El cambio climático durante el Precámbrico

Se estima que hace unos 3800 millones de años, el desprendimiento de grandes cantidades de vapor de agua modificó la composición de la atmósfera de la Tierra. El enfriamiento paulatino posibilitó la formación de nubes, dando lugar a abundantes precipitaciones que originaron los primeros océanos (algunas hipótesis también contemplan la posibilidad de que grandes cantidades de agua llegaran del exterior en forma de cometas).

Estas condiciones permitieron el surgimiento de las primeras formas de vida, hace unos 3600 millones de años. Al parecer, las primeras bacterias eran productoras de metano, pero un salto significativo se produjo con la aparición de las cianobacterias. Estos organismos eran capaces de realizar la fotosíntesis, por lo que comenzaron a absorber el dióxido de carbono atmosférico y a desprender oxígeno. Este gas reaccionaba con el metano, por lo que su concentración fue disminuyendo progresivamente. El efecto invernadero se suavizó, y la Tierra fue enfriándose gradualmente.

Hace unos 2300 millones de años, la cantidad de oxígeno alcanzó las proporciones actuales (en torno a un 20 %). En ese momento la Tierra conoció su primera era glacial, que cubrió de hielo gran parte de la superficie terrestre durante unos 300 millones de años. Este suceso, conocido habitualmente como Tierra Blanca, tuvo que tener una causa mucho más potente que la mera disminución del efecto invernadero. Una hipótesis plantea que una actividad volcánica inusualmente intensa o el impacto de un gran meteorito pudieron crear una densa capa de aerosoles en la atmósfera que, al reflejar la radiación procedente del Sol, provocaron un enfriamiento global, reforzado a medida que fue la superficie terrestre fue cubriéndose de hielo. También hay quien sugiere que la Tierra pudo atravesar una nube interestelar de polvo cósmico que impedía la llegada de la radiación solar.

Pasado ese tiempo, el planeta volvió a calentarse, el hielo comenzó a retirarse y los organismos vivos se desarrollaron en los océanos. Hace unos 1200 millones de años se produjo una segunda era glacial que puso al límite de la extinción a las formas de vida del planeta.  Tras la segunda era glacial siguió una nueva etapa cálida, bastante más corta que la anterior, que dio paso a un tercer episodio de Tierra Blanca, hace 700 millones de años, el más intenso y de mayor extensión de los cuatro que se piensa que ha habido en nuestro planeta. Se cree que fue debida a la formación del antiguo supercontinente Rodinia en la zona ecuatorial (que limitó la absorción de calor por parte de los océanos situados en la zona tropical). Algunos indicios apuntan a que el hielo llegó a alcanzar la zona ecuatorial, por lo que las únicas especies que pudieron sobrevivir debieron ser las marinas mejor adaptadas. La actividad volcánica pudo contribuir a la desaparición de la superficie helada y a contrarrestar el enfriamiento provocado por la pérdida de energía por reflexión. Con ella finaliza el periodo Precámbrico, hace unos 540 millones de años.

El Precámbrico (3800-540 Ma) es el periodo de tiempo que abarca los eones Hádico, Arcaico y Proterozoico, y que supone un 88 % de la edad total de la Tierra. Le sigue el eón Fanerozoico, que se divide en tres eras: Paleozoico, Mesozoico y Cenozoico.

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Formación del supercontinente Rodinia

El cambio climático durante el Paleozoico

Tras el Precámbrico, comienza la era paleozoica o era primaria (540-250 Ma), que se divide en seis periodos:

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Periodos del Paleozoico (540-250 Ma)

Durante el Cámbrico, los continentes empezaron a juntarse cerca del Ecuador y se calcula que la concentración de dióxido de carbono era de unas diez veces la actual. La temperatura fue al alza hasta el final del Ordovícico, cuando comenzaron a descender hasta el punto que provocaron la primera extinción masiva. Algunos encuentran su origen en el deriva del supercontinente Gondwana que, en una primera etapa, al desplazarse hacia el polo sur, se cubrió de hielo, disminuyendo el nivel del mar y, posteriormente, durante su deshielo, provocando el efecto contrario, lo que supuso una importante alteración de las corrientes oceánicas y del clima. Esta etapa de era glacial duró unos 40 millones de años.

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Durante el Silúrico y el Devónico se fueron alternando etapas de calentamiento y enfriamiento, en una de la cuales se sitúa la segunda extinción masiva que afectó principalmente a la vida marina. La etapa cálida con la que finalizó el Devónico, de la cual tenemos vestigios coralinos similares a los de los arrecifes tropicales actuales, se mantuvo durante buena parte del Carbonífero. Esto permitió que la vida explosionara en el planeta, que se cubrió de frondosos bosques, vio cómo los insectos y anfibios se diversificaban y los primeros reptiles se adaptaban a la tierra firme. La humedad imperaba en el ambiente y una cuarta Tierra Blanca, la última, tuvo lugar al final de este periodo, hace unos 300 millones de años.

Durante el Pérmico, el clima se hizo más cálido, los glaciares retrocedieron y en la parte central de los continentes se mantuvieron condiciones climáticas secas y áridas, que se alternaron con temperaturas cálidas y frías. Al finalizar el Pérmico un calentamiento global muy rápido y severo provocó, según parece, la tercera extinción masiva, conocida también como la Gran Mortandad, por ser la más grave de todas las que han sufrido los seres vivos de nuestro planeta (se calcula que desaparecieron el 95 % de las especies marinas y el 75 % de las terrestres). Su origen no es del todo claro: una actividad volcánica extrema, vigorosos choques entre placas de la litosfera, liberación masiva de gases del océano (sulfuro de hidrógeno, clatratos de metano…) o, incluso, el impacto de un meteorito. Dada la trágica magnitud del suceso, quizá la explicación esté en una combinación de factores.

Cambio climático durante el Mesozoico

Al iniciar el Mesozoico (250-65 Ma), el conjunto de grandes masas de tierra que existían en nuestro planeta se habían asociado en un único supercontinente, denominado Pangea. Posteriormente, se fragmentaría e iría adquiriendo hacia el final de esta era una distribución de océanos y continentes similar a la actual. Dicha circunstancia, en combinación con otros factores internos (actividad volcánica) y externos (astronómicos), tuvo una implicación muy importante en el comportamiento climático posterior, ya que las corrientes marinas (superficiales y profundas) pasaron a ser las grandes moduladoras del clima terrestre.

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El Mesozoico, o era secundaria, se divide en tres periodos de nombres muy conocidos: el Triásico (250-200 Ma), el Jurásico (200-145 Ma) y el Cretácico (145-65 Ma). Su comienzo estuvo marcado por el mismo clima que caracterizó al Pérmico, es decir, frío y húmedo, que luego siguió con periodos cálidos y secos.

Durante el Triásico se dio el clima más árido y seco que la Tierra ha conocido, pues la unificación de Pangea y su posición en latitudes altas favorecieron temperaturas cálidas, sin periodos de hielo. En esta época aparecen los dinosaurios y los primeros mamíferos, que evolucionaron durante el Jurásico. En este periodo, la parte central de Pangea era extremadamente cálida y árida, y había una gran cantidad de zonas desérticas, rodeadas por zonas húmedas.

A finales del Jurásico, debido a que Pangea comenzó a fragmentarse, el clima empezó a cambiar, haciéndose menos árido y con la presencia de hielo escarchado en los polos (sexta era glacial). Las temperaturas cálidas persistieron durante el Cretácico, varios grados por encima de las actuales, y no hay evidencia de hielo en los polos en esa etapa. Al finalizar el Cretácico se produce la extinción masiva que afectó especialmente a los grandes reptiles. Según la opinión cada vez más extendida, esto ocurrió por el impacto de un meteorito, en la península del Yucatán, que desprendió grandes cantidades de partículas a la atmósfera que se mantuvieron en suspensión y se extendieron por todo el planeta. La Tierra se ensombreció y la atmósfera se contaminó, una combinación que resultó letal para el 75 % de las especies vegetales y animales la poblaban.

Cambio climático durante el Cenozoico

El Cenozoico es la era más reciente de la historia de la Tierra, desde hace 65 millones de años a la actualidad. Tradicionalmente se ha dividido en era terciaria y era cuaternaria:

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Épocas del Cenozoico (65 Ma-actualidad)

A principios del Cenozoico, el clima experimentó cambios que tendieron al enfriamiento del planeta y a la aparición de hielo en los polos, por lo que dio comienzo la séptima era glacial, en la que todavía estamos inmersos, pues los casquetes polares, aunque amenazados, se conservan en la actualidad.

El Paleoceno comenzó con un clima más cálido que el actual, en el que incluso había palmeras en Groenlandia y bosques tropicales en la India. La separación de Australia de la Antártida abrió paso a una corriente antártica que enfrió el océano Atlántico. Los episodios cálidos fueron seguidos de caídas en la temperatura cada vez más bruscas y duraderas, que afectaron al clima.

Durante el Oligoceno los polos se encontraban cubiertos de hielo, mientras que parte de Eurasia y Norteamérica presentaba climas templados. En el Mioceno se produjo un ligero calentamiento por la liberación de hidratos que desprendieron dióxido de carbono, lo que permitió el desarrollo de los mamíferos. Tras la formación del istmo de Panamá, que unió los continentes sudamericano y norteamericano, se produce un cambio de corrientes que enfría el Ártico, asociado a un enfriamiento paulatino durante el Plioceno.

Desde el comienzo del Pleistoceno, 2’5 millones de años, vivimos una época glacial que se caracteriza por una mayor regularidad en la alternancia de ciclos fríos (glaciaciones) y cálidos (periodos interglaciales).

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Cambio climático durante el Holoceno

La última glaciación (glaciación de Würm) comenzó hace unos 100000 años y tuvo su apogeo hace unos 20000, remitiendo rápidamente hace 11000 años, cuando comienza el periodo interglacial actual, el Holoceno.

Durante la primera mitad del Holoceno se mantuvo un clima algo más cálido que el actual (óptimo climático del Holoceno). Tras una vuelta al frío, el clima volvió a templarse, lo que coincide con los primeros asentamientos y permitió el auge de las civilizaciones mesopotámicas. La extensión del Sahara por las sequías prolongadas (asociadas al fenómeno de El Niño) movilizó a los pueblos que se asentaron y, posteriormente, se unificaron en el Antiguo Egipto. La expansión del Imperio Romano se benefició de la bonanza del clima en la zona mediterránea.

Hacia el 400 d.C. los inviernos se volvieron más duros y los pueblos del norte de Europa migraron hacia tierras más al sur. Los primeros siglos de la Edad Media vinieron marcados por un descenso de las temperaturas que mejorarían a partir del siglo XI. El apogeo llegó entre los siglos XIII y XIV (óptimo climático medieval), y fue seguido de un periodo marcado por las bajas temperaturas, especialmente en el hemisferio norte, entre los siglos XVI y XIX (Pequeña Edad de Hielo), debido a una actividad solar anómala (especialmente entre 1645 y 1715, con el llamado mínimo de Maunder) y a una actividad volcánica intensa (como la erupción del volcán islandés Laki, en 1783, y del volcán indonesio Tambora, en 1815).

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Durante el siglo XX el clima se ha mantenido cálido. Desde 1950 se ha apreciado un creciente aumento de la temperatura que guarda relación con el aumento de la concentración de dióxido de carbono atmosférico. Por primera vez en la historia, la causa de un cambio tan rápido es consecuencia de la actividad de una especie, el ser humano, y la quema descontrolada de combustibles fósiles. Algunos autores comienzan a hablar ya del Antropoceno para referirse a la época en que los seres humanos hemos comenzado a influir en el clima.

La corrosión de los metales

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El peine del viento de Eduardo Chillida en la Bahía de la Concha (San Sebastián)

La corrosión de los metales es un proceso químico o electroquímico en el que el metal se transforma en un óxido o cualquier otro compuesto. En general, es un ataque gradual, provocado por una amplia variedad de gases, ácidos, sales, agentes atmosféricos, sustancias de naturaleza orgánica…  Dada la gran variedad de materiales que lo sufren, y la influencia de sus características y los entornos ambientales en el proceso, su estudio es muy complicado. No obstante, se han realizado grandes esfuerzos, por el interés que tiene para la conservación de los materiales, y por el enorme impacto económico que supone (en Europa, se valoran las pérdidas en más de 60 000 millones de euros anuales).

Aun a riesgo de simplificar demasiado, podemos establecer dos mecanismos básicos con los que poder explicar la mayoría de los procesos corrosivos:

  • El ataque químico directo, producido fundamentalmente por sustancias gaseosas corrosivas, en las que no hay paso apreciable de corriente eléctrica a través del metal.
  • El ataque electroquímico, provocado por el contacto con un electrolito, es decir, una disolución iónica, en el que se establece una separación entre ánodo y cátodo, por el que circula una corriente eléctrica.

La susceptibilidad de un metal a la corrosión depende en cierta medida de su potencial de oxidación, opuesto al de reducción: para el sodio y el calcio, por ejemplo, es de 2’71 y 2’87 V, respectivamente, por lo que forman óxidos o hidróxidos inmediatamente por exposición al aire; el oro y el platino, con potenciales de oxidación muy negativos, no se transforman de manera apreciable y resisten bien la corrosión.

Aunque muchos metales sufren corrosión, la del hierro es la más importante y la que estudiaremos en detalle. No se conoce el proceso con exactitud, aunque sí su mecanismo general: se requiere un medio acuoso y presencia de oxígeno, que actúa de cátodo; la propia estructura de hierro sirve de ánodo y también como conductor de los electrones, y cierra el circuito de la propia celda galvánica. En medio ácido, el proceso redox puede esquematizarse así:

mecanismo-oxidacion-hierro

reaccion-oxidacion-hierro

La secuencia del proceso que se considera más probable es la siguiente:

1. Cuando una gota de agua llega a la superficie del hierro, este se oxida:

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2. Con los electrones que se liberan en la oxidación se reduce el oxígeno del aire en el borde de la gota de agua:

reaccion-oxidacion-hierro-etapa-2

3. Los iones que se formaron en el ánodo sufren una oxidación posterior a  por el oxígeno y dan lugar a óxidos de hierro:

reaccion-oxidacion-hierro-etapa-3

El proceso electroquímico expuesto explica que la corrosión se lleve a cabo rápidamente en medio ácido, ya que los protones actúan de catalizadores (los que se desprenden en la oxidación de  Fe(II) a Fe(III), coinciden con los que se necesitan en los primeros pasos).

Con el fin de paliar las corrosiones, se han propuesto varios métodos. En general, se trata de estrategias bien diferenciadas:

  • Técnica de pasivado: se sumerge el hierro en una disolución concentrada de un oxidante fuerte, como ácido nítrico o dicromato de potasio, provocando la formación de una capa superficial de óxido de hierro que impide que la oxidación progrese hacia el interior.
  • Recubrimientos superficiales: se trata de evitar el contacto entre el metal y los agentes externos corrosivos (como el oxígeno y el agua), mediante pintura, o con un recubrimiento metálico, realizado mediante electrodeposición o por inmersión en un metal fundido. Si se rompe la capa protectora, el hierro se oxidará siempre que el metal que forme esa capa tenga más tendencia a reducirse que él (como el estaño o el cobre). Si tiene menos tendencia a reducirse que el hierro, se producirá la oxidación del metal protector; esto sucede en la galvanización, que consiste en recubrir el hierro de una capa de zinc.
  • Protección catódica: se conecta la estructura de hierro que se quiere proteger a un metal que presente más tendencia a oxidarse, es decir, que tenga un potencial de reducción más negativo, por ejemplo, el magnesio. El hierro actúa como cátodo y metal en contacto con él, como ánodo y se consume, lo que provoca la formación del óxido de dicho metal (ánodo de sacrificio).