La astronomía en el Antiguo Egipto

La astronomía, o la observación del cielo en un sentido más amplio, fue una disciplina que en Egipto nunca estuvo muy separada de la religión. De hecho, los mejores «textos» astronómicos –representaciones del cielo nocturno– se han hallado en templos o tumbas. Asimismo, los astrónomos egipcios, los imy unut u «observadores de las horas», eran en su mayoría sacerdotes, algunos de alto rango, que también ejercían alguna otra profesión.

El calendario egipcio

Los egipcios estudiaron el movimiento de las estrellas y sus constelaciones y se dieron cuenta de que se repetían periódicamente y, gracias a ello, podían predecir el momento en el que acontecería un suceso clave desde el punto de vista económico y cultural: la crecida del Nilo que inundaba y fertilizaba sus tierras. Es por ello que dejaron de utilizar los ciclos lunares como referencia y adoptaron un calendario solar, el primero del que tenemos constancia en la historia, el cual se cree que ya era usado en torno al 2800 a. C. En este calendario el año duraba 365 días que se distribuían en doce meses de treinta días cada uno y cinco días adicionales al final del año, llamados epagómenos, dedicados a festejar el nacimiento de cinco de sus deidades (Osiris, Horus, Seth, Isis y Neftis).

El año egipcio comenzaba con el orto helíaco (reaparición en el horizonte este de una estrella tras su periodo de invisibilidad) de la estrella Sothis (es la estrella que hoy denominamos Sirio), visto desde Menfis (primera capital de Egipto), ya que este anunciaba el desbordamiento del Nilo, y daba paso a tres estaciones: la primera, la inundación, que comenzaba a finales del verano y abarcaba todo el otoño; la segunda, la siembra, que incluía el invierno y el comienzo de la primavera; y la tercera, la recolección, la cual sucedía durante la primavera y se prolongaba durante el verano.

Con el tiempo se dieron cuenta de que el comienzo oficial del año se iba atrasando respecto al año solar: 100 días cada 400 años solares, volviendo a coincidir tras 1460 años solares (o sea, 1461 años civiles). En consecuencia, cada año solar duraba un cuarto de día más que el año civil (así que este debería tener 365,25 días). Este desfase suponía un grave problema a la hora de establecer de manera óptima el calendario agrícola de siembras y recolecciones. Los sacerdotes, conocedores del problema, recurrían a las observaciones astronómicas para fijar oportunamente las fechas de las festividades religiosas y, con ellas, anticipar las inundaciones del Nilo; pero, celosos de su poder, mantuvieron el calendario sin modificaciones durante siglos, acumulándose el error.

No fue hasta el año 237 a. C. cuando, en el Decreto de Canopo, se propone una modificación del calendario, añadiendo un día, tras los cinco epagómenos, cada cuatro años. Se desconoce el motivo por el cual esta reforma no se llevó a la práctica en ese momento. Sin embargo, en el año 46 a. C., Sosígenes de Alejandría sí la tuvo en cuenta en la reforma del calendario romano que, a instancias de Julio César, dio origen al calendario juliano que se impuso en todo el Imperio Romano, también en Egipto (se convirtió en provincia romana tras la muerte de Cleopatra, en el año 30 a. C). El calendario juliano se mantuvo vigente en casi toda Europa, en los asentamientos europeos de América y otros lugares del mundo, hasta que fue sustituido progresivamente por el calendario gregoriano, promulgado por el papa Gregorio XIII en 1582 (año en que entró en vigor en España).

La medida del tiempo

Los egipcios también fueron los primeros en dividir los días en horas, empleando para la medida del tiempo los relojes de sol (los más antiguos conocidos),  relojes de agua (o clepsidras), así como relojes estelares para medir las horas nocturnas (o merjets). El día, entendido como el intervalo de tiempo entre el orto (salida) y el ocaso (puesta) del Sol, se dividía en doce partes iguales y la noche, en otras doce. Lógicamente las horas diurnas eran de duración diferente a las nocturnas y también variaban según la época del año: en invierno los días son más cortos y las noches, más largas que en verano, y viceversa (de ahí que se suela usar el término horas estacionales para referirnos a estas divisiones del día).

En origen, solo la noche se dividía en doce partes iguales, según la posición de doce estrellas, que no eran siempre las mismas. Cambiaban el sistema de estrellas de referencia cada diez días, por lo que a cada uno de ellos se le conoce como decano. Utilizaban un total de 36 decanos, que al ir apareciendo en el cielo cada diez días, abarcaban los 360 días que, además de los epagómenos, constituían el año egipcio. Parece que hacia el año 2100 a. C. la división en doce horas también era usada durante el día (contando diez horas de luz, una durante el amanecer y otra en el atardecer).

Cosmovisión egipcia

Una cosmovisión es el conjunto de opiniones y creencias que conforma la imagen o concepto del mundo que tiene una persona, época o cultura, a partir del cual interpreta su propia naturaleza y la de todo lo existente

Los egipcios interpretaban el amanecer, el atardecer y el anochecer como un viaje de Ra, dios del Sol, a través de Nut, diosa de los cielos. En su ciclo, emerge de las tinieblas cada vez que el Sol sale por el horizonte (como Jeper–Ra), cada mañana se eleva con su barca hasta lo más alto del cielo (como Ra–Horajty) y cuando cae la tarde emerge por las montañas, ya anciano, al inframundo (como Atum–Ra). Durante la noche, Nut nos muestra su vientre estrellado mientras Ra (como Auf–Ra) transita por la duat, luchando contra el caos y los enemigos del Antiguo Egipto, para resucitar a la mañana siguiente.

El viaje de Ra durante el día y la noche

Resulta romántica esta interpretación de la sucesión del día y la noche, al tiempo que está cargada de un evidente simbolismo: la salida y la puesta del Sol representan la vida y la muerte, y el resurgir cíclico del astro se alza como alegoría de la regeneración, la misma que cada año, también de manera cíclica, trae consigo la crecida del río Nilo a las tierras de Egipto. No es de extrañar, por tanto, que el Sol (Ra) y el Nilo (Hapi) fueran tan venerados, pues eran fuente de vida y prosperidad, y su ausencia provoca muerte y escasez. Por eso, la orilla oriental del Nilo (la salida del Sol) es la tierra de los vivos (en ella edificaron casi todas sus ciudades, palacios y templos) y la orilla occidental (el ocaso del Sol), la tierra de los muertos (donde ubicaron necrópolis, tumbas, pirámides y templos funerarios).

El mundo de los vivos y de los muertos en Egipto

La influencia que el Sol ejercía en el antiguo Egipto estaba personificada en la poderosa figura del faraón, quien era considerado la reencarnación del dios Ra en la Tierra. Pero no solo se hacía esta atribución divina al faraón, sino que se creía que el propio Egipto era el reflejo terrenal del mundo celestial, y todo aquello que sucedía en el cielo tenía una correspondencia con los acontecimientos en la Tierra. Egipto era tierra sagrada y, por eso, en su cosmovisión, se situaba en el centro del mundo; estando los demás pueblos y civilizaciones a su alrededor, hasta el límite de los puntos cardinales. Envolviéndolos a todos se encontraba Nut, tanto en su aspecto diurno como en su aspecto nocturno en el que la duat (espacio por el cual peregrina el Sol durante la noche) queda vinculada. Más allá no hay nada más que Nun, el océano primordial, infinito, inerte, silencioso e inimaginablemente oscuro.

Cosmovision egipcia

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Publicado por Enrique Castaños

Graduado en Químicas (UNED) y Máster en Profesor de Secundaria (UBU). Pasión por la ciencia, la divulgación y la enseñanza a través de las plataformas digitales y las redes sociales. Actualmente, imparto Matemáticas, Física y Química y Laboratorio de Ciencias en IES Diego de Siloé (Burgos, España).

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