Muchos compuestos son conocidos desde la antigüedad, por lo que tienen nombres comunes que prevalecen en la actualidad, como la sosa cáustica (NaOH), el yeso (CaSO4·2H2O) o la cal (CaO). Otros muchos son de gran importancia industrial o comercial y son generalmente conocidos por su nombre tradicional, como ocurre con el amoniaco (NH3), el ácido sulfúrico (H2SO4) o el bicarbonato sódico (NaHCO3). Sin embargo, el número de compuestos es tan grande que no tendría sentido asignar a cada uno de ellos un nombre propio, y mucho menos, aprendérselo.

Pensemos que en la actualidad se conocen 118 elementos distintos y, si cualquier combinación entre ellos fuese posible, podríamos obtener 13 924 compuestos binarios (de dos elementos), 1 643 032 compuestos ternarios (con tres elementos cada uno) o 193 877 776 compuestos cuaternarios (de cuatro elementos), siendo posible, desde luego, combinaciones con un mayor número de elementos por cada compuesto. Y esto sería solo una parte, pues estas combinaciones entre metales y no metales se corresponden con ese grupo que denominamos compuestos inorgánicos. Existe un conjunto mucho más numeroso y variado de compuestos orgánicos, caracterizados por la presencia de carbono, elemento que tiene la capacidad de unirse a sí mismo formando cadenas largas y ramificadas, de gran tamaño, que pueden tener cientos o miles de átomos (incluso más, en moléculas orgánicas de importancia biológica).
La realidad es que no todas las combinaciones posibles son probables, y de ellas sólo algunas se han conseguido identificar en la naturaleza o sintetizar en un laboratorio. Aun así, la Chemical Abstracts Service (CAS), organismo que se encarga de asignar un número identificativo a cada sustancia química que se descubre o se sintetiza, incluye en su registro más de 55 millones de sustancias únicas, orgánicas e inorgánicas, y cada día se añaden más de diez mil.
Con la intención de poner un poco de orden a semejante enjambre de compuestos, se establecen una serie de criterios con los que poder nombrar sin ambigüedades a cada uno de ellos (nomenclatura) y asignarles una fórmula única que los identifique (formulación). De ello se encargan la mencionada CAS, que edita el semanario de resúmenes Chemical Abstracts (CA) y mantiene la base de datos SciFinder, y la IUPAC (International Union of Pure and Applied Chemistry), cuyas recomendaciones para la formulación y la nomenclatura de los compuestos orgánicos e inorgánicos se recogen en dos publicaciones, conocidas como Libro Azul y Libro Rojo, respectivamente.

Las directrices marcadas por la IUPAC son aceptadas internacionalmente y, aunque en ocasiones provocan polémicas o discrepancias, coinciden en lo esencial con las del CAS. Con ellas, es posible asignar un nombre y una fórmula a cada sustancia, de manera unívoca e inequívoca. El aprendizaje y el dominio de estas normas puede resultar un auténtico quebradero de cabeza para los estudiantes de química, complicándose, además, por el uso extendido de nombres comunes, tradicionales o de antiguas nomenclaturas, actualmente en desuso pero que, en ocasiones, debido a la amplia difusión que tienen entre los químicos, los textos científicos o los catálogos comerciales, son aceptados (a veces a regañadientes), aunque no recomendados.
No hay que olvidar, tampoco, la importancia que tiene la traducción del inglés al castellano, pues los anglohablantes tienen la «mala» costumbre de adjetivar antes del nombre, algo que nos obliga a adaptar a nuestra lengua no solo los nombres de los compuestos, sino también el orden que deben tener cada una de las palabras en el nombre. Por ejemplo, la sal común es, químicamente, una sal binaria formada por cloro y sodio. Los ingleses denominan a este compuesto sodium chloride, y en la fórmula aparecen en ese mismo orden, NaCl. Sin embargo, en castellano no tendría sentido decir sodio cloruro, como si sodio fuese un adjetivo, y optamos por invertir el orden de las palabras, de lo que resulta el nombre cloruro de sodio (o cloruro sódico). A veces resulta útil recurrir a nuestros conocimientos elementales de inglés para leer adecuadamente las fórmulas, no de izquierda a derecha, que sería lo natural, sino de derecha a izquierda. Esto, que parece una tontería, antes no se hacía, y en algún libro antiguo aún podemos encontrar ejemplos del tipo ClNa, con los elementos situados en el mismo orden en el que aparecen en el nombre, pero esta costumbre afortunadamente desapareció, adoptándose internacionalmente el orden inglés, lo cual ha facilitado enormemente la comunicación científica a nivel global (aunque a todos los hispanohablantes nos hubiese gustado que la opción elegida fuera la nuestra…).
Con esta entrada se inaugura en el blog una serie dedicada a la formulación y la nomenclatura de las principales sustancias químicas, especialmente enfocada a alumnos de secundaria que tienen su primer contacto con este «lenguaje químico«. En ellas se ofrecerá una explicación detallada de cómo se construyen las fórmulas y los nombres recomendados, aunque se valorará, en cada caso, la utilidad o la necesidad de conocer otras nomenclaturas. Puedes acceder a todas las entradas de esta serie a través de este enlace:
Acceso a Formulación y Nomenclatura