Creacionismo y generación espontánea
La idea de que los seres vivos hubieran sido creados por fuerzas sobrenaturales o deidades (creacionismo) es tan antigua como la propia humanidad. Pero las narraciones míticas sobre los orígenes de la vida comenzaron a convivir con algunas hipótesis filosóficas, aunque la creación del hombre como ser superior seguía entendiéndose bajo la intervención divina.
En el siglo IV a.C. Aristóteles desarrolló la teoría de la generación espontánea, según la cual la vida surgiría de la combinación de agua, aire, fuego y tierra. De esta forma describía el nacimiento de peces, ratones e insectos a partir del barro. Esta teoría reinó sin apenas oposición durante más de dos mil años, hasta que fue finalmente refutada por Louis Pasteur en el año 1863.
Tras demostrar que el aire contiene microorganismos, Pasteur rellenó un matraz de cuello de cisne con caldo de cultivo y construyó un codo de tal manera que el aire podía entrar pero cualquier partícula que contuviera (microorganismo o polvo) quedaba retenida. Después de esterilizar el caldo de cultivo, esperó. Pasaron los días sin que ningún microorganismo apareciera en dicho caldo. La generación espontánea había sido derrotada.
Teoría de la panspermia
Propuesta por Hermann von Helmholtz en 1879, defiende que la vida no ha surgido en la Tierra, sino que llegó a este planeta procedente de otro lugar del universo, posiblemente en cometas o meteoritos. El problema de esta teoría reside en su imposibilidad actual de confirmación. Además, no constituye en sí misma una explicación sobre el origen de la vida, sino que traslada la cuestión a otro tiempo y a otro lugar.
La hipótesis de Oparin-Haldane
A mediados de los años 20 del siglo pasado, Oparin propuso que la atmósfera primitiva de la Tierra era reductora y contenía una mezcla de hidrógeno, metano, amoniaco y vapor de agua. Esta mezcla, bajo la acción directa de la radiación ultravioleta del Sol (sin oxígeno, tampoco hay ozono, por lo que esta radiación sería raelmente intensa), de las descargas eléctricas de los rayos y del calor desprendido de los volcanes, pudo dar lugar a la formación de gran cantidad de moléculas orgánicas.
La etapa inicial del origen de la vida tuvo que ser la formación de las sustancias orgánicas, la producción de material básico que más tarde habría de servir para la formación de todos los seres vivos.
Estos compuestos orgánicos formaron en los océanos un caldo de cultivo o sopa prebiótica. En este medio acuoso, cada vez más rico en moléculas orgánicas, las proteínas se agruparían entre sí formando agregados, a los que llamó coacervados, separados de la disolución gracias a una membrana lipídica que los rodeaba. Los coacervados podrían experimentar distintas etapas de evolución química, en alguna de las cuales se formaría alguna proteína con actividad enzimática. Aunque hoy sabemos que el parecido entre los coacervados y las células es únicamente morfológico, este modelo permitía establecer un nexo entre las primeras moléculas inorgánicas gaseosas y los seres vivos.
De manera independiente, Haldane publicó un artículo pocos años después en el que proponía un modelo similar al de Oparin, también con una atmósfera reductora carente de oxígeno, pero en la que sí aparecía dióxido de carbono, procedente de las erupciones volcánicas (algo en lo que estaba acertado, pues según parece éste era el gas más abundante).
En ambos casos, los primeros seres vivos serían bacterias heterótrofas, que incorporarían el carbono necesario de las moléculas orgánicas presentes en la sopa primitiva.
El experimento de Miller
En 1953, Miller probó experimentalmente la hipótesis de Oparin:
El dispositivo es conocido como matraz de Miller, y constaba de un sistema cerrado de vidrio (del que se había extraído el aire y cuyo interior había sido esterilizado) relativamente complejo, con un matraz en el que se ponía a hervir agua para producir vapor, un tubo por el que una mezcla de metano, hidrógeno y amoniaco entraba en el dispositivo a las presiones deseadas, y otro matraz de reacción más grande que estaba atravesado por dos electrodos de tungsteno. Éstos permitían crear y mantener durante un largo tiempo un arco voltaico, simulando los rayos de las tormentas que debían de existir en nuestro planeta. La descarga eléctrica continua provocaba la reacción de los gases, y los productos que se formaban eran arrastrados por la corriente de vapor hacia un condensador que los enfriaba y licuaba. Después de una semana, Miller observó la formación de materia orgánica que teñía de color marrón las paredes internas del montaje. El análisis del producto desveló la presencia de ciertas moléculas, tales como HCN, formaldehído, ácido fórmico, acetileno o urea, además de glicina y otros aminoácidos que forman parte de las proteínas, confirmando la hipótesis de Oparin.
Durante los años siguientes se siguieron realizando experimentos de química prebiótica que han logrado proponer mecanismos, más o menos plausibles, para sintetizar los principales monómeros de las moléculas biológicas.
¿Y después, qué?
Unos años después del experimento de Miller, un bioquímico nacido en Lleida llamado Joan Oró, que trabajaba en la Universidad de Houston, consiguió recrear las condiciones necesarias para la síntesis de adenina, lo que abrió el camino para nuevas síntesis abióticas de los nucleótidos que constituyen el ADN. Para entonces ya se había descubierto la importancia y la estructura de esta molécula, por lo que se consideró que la síntesis de los «genes primordiales» en la sopa primordial era la clave para el origen de la vida.
Frente a los defensores del ADN como primera biomolécula formada en la sopa primordial, se encontraban Oparin y sus seguidores que planteaban un escenario opuesto en el que el surgimiento de las primeras enzimas había posibilitado la síntesis posterior de los primeros ácidos nucleicos. Para enfatizar este choque de ideas, hay que recordar que Oparin era ruso y la guerra fría se encontraba en todo su esplendor.
Este aspecto resulta sumamente interesante, ya que la información genética se almacena en el ADN y las proteínas están codificadas en este biopolímero, pero la propia replicación del ADN no puede llevarse a cabo sin proteínas con actividad enzimática. Entonces, si cada uno de estos polímeros es imprescindible para formar el otro, ¿qué surgió antes, el ADN o las proteínas? ¿El huevo o la gallina? Pues bien, parece que en las últimas décadas ha cobrado fuerza una tercera opción. No fue el ADN ni las proteínas, sino el ¡ARN!
La hipótesis de que el ARN pudo desempeñar un papel fundamental en el origen de la vida se basa, fundamentalmente, en que en todos los organismos actuales existen pruebas sobre la anterioridad del ARN respecto a las proteínas (la traducción de las proteínas en los ribosomas no puede realizarse en ausencia de ARN) y también respecto al ADN (las rutas metabólicas muestran que los monómeros de ARN son precursores en la biosíntesis del ADN). Además, varias de las moléculas orgánicas que resultan imprescindibles para el funcionamiento de las enzimas y las moléculas que actúan como «monedas de intercambio de energía» (como el ATP y el GTP) derivan de ribonucleótidos. Este argumento se vio reforzado cuando se descubrió el mecanismo de transcripción inversa de algunos virus capaces de transcribir la infromación genética contenida en su ARN en forma de ADN.
Es, desde luego, un breve esbozo de un asunto fascinante, y son muchos los esfuerzos que se destinan a arrojar luz sobre una cuestión tan compleja e inherente al ser humano desde el momento en que se preguntó por primera vez cómo y por qué estamos aquí.